Todo el que aplaude la planificación central se imagina a sí mismo como el planificador. El sabio. El humano. La excepción. Pero no hay ningún planificador que realmente aprobarían, porque en el momento en que el poder se centraliza deja de ser abstracto y se convierte en una persona, con incentivos, intereses y herramientas de coerción. Y la izquierda ni siquiera puede ponerse de acuerdo consigo misma cuando el poder es difuso. Una vez que se concentra, las luchas internas no desaparecen. Simplemente se resuelven por la fuerza en lugar de por argumentos. Cada facción cree que su visión moral será impuesta. Cada facción cree que las otras son peligrosas. Así que el único resultado consistente son las purgas, los controles y la conformidad. La planificación central no elimina el conflicto. Lo arma. Y la cruel ironía es esta: las personas que exigen "control colectivo" no obtienen control en absoluto. Lo entregan. No solo sobre los mercados o la producción, sino sobre el habla, el movimiento, el trabajo y la vida privada. El plan reemplaza sus planes. La libertad permite que coexistan un millón de visiones diferentes. La planificación central permite exactamente una. Y nunca es la suya.